📽️ Review of "La Dolce Vita" [ENG-ESP]

[...bebiendo hasta olvidar, acostándose con quien sea, persiguiendo fama, arte, amor, y encontrando la nada infinita...]

La Dolce Vita

No era el desnudo de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi, eso lo hacían hasta en los cines de barrio, era otra cosa, algo más profundo, más venenoso: la revelación de que Dios había muerto, pero seguíamos bailando sobre su tumba. La Dolce Vita, la obra maestra de Fellini, primero fue maldita. Y después, un clásico.

Te invito a acercarnos a esta cinta que forma parte de mi ciclo "10 películas que estremecieron al mundo". Análisis que con todo gusto estoy publicando en #hive
Esta es mi quinta entrega. Si te interesa saber cuáles fueron las cuatro primeras de las que hablé, te dejo los enlaces al final de este post.

Como escritor siempre me ha obsesionado lo que se esconde detrás del brillo, digamos que las galletas que hay en el mármol de las estatuas o el olor natural, bajo los perfumes caros. Y créeme cuando te digo que, pocas películas han arañado esa costra de falsa elegancia con tanta saña como La Dolce Vita, de Fellini, que, más que una película, es como una encrucijada rota en pequeñas encrucijadas más, rotas, donde nos vemos todos, tarde o temprano, con nuestras miserias al descubierto.

Mi cine familiar de la infancia eran las sombras que proyectaba a la luna contra las paredes de nuestros humildes hogares allá en el marabuzal. Me es imposible saber a ciencia cierta cuándo voy a hablar por primera vez de esta película. Debió ser en los años 80 cuando estaba en la universidad. Había una profesora de baja de estatura que subía al estrado y dictaba las clases como un obispo inmaculado. Si la memoria no me falla había llevado aquella película para demostrar qué más que una obra de arte, era una herejía filmada.

Después supe que el Vaticano la había condenado, que España la prohibió, y eso, claro, la volvió irresistible. ¿Qué mostraba Fellini para que temblaran, lo mismo hombre de sotanas que las estrechas mentes que rigen el mundo?

Cuando por fin la vi, entendí el escándalo. No era el sexo lo que molestaba, sino la verdad. Fellini no filmaba una historia, sino un estado del alma: es decir el vacío que se esconde detrás de cada risa forzada, cada beso borracho, cada fiesta que no termina porque nadie quiere irse a casa a enfrentar el silencio. La tristeza.

La película empieza con Cristo volando sobre Roma, colgado de un helicóptero como un anuncio de neón. Lo sagrado convertido en espectáculo. Marcello, el periodista interpretado por Mastroianni con esa mezcla de hastío y desesperación que solo los grandes actores saben transmitir, ni siquiera mira al Redentor. Está ocupado coqueteando con unas muchachas en bikini, pidiéndoles su número de teléfono a gritos, mientras el helicóptero se lleva a Dios sin que nadie lo note. Brutal. Iconoclasta. Provocador.

Así es La Dolce Vita: una procesión de fantasmas con traje de gala. Maddalena, la heredera aburrida que se acuesta con Marcello en la casa de una prostituta, susurra promesas que ninguno de los dos piensa cumplir. Sylvia, la estrella de Hollywood que brilla como un diamante, falso, radiante en la pantalla y vacía. Steiner, un intelectual que parece tenerlo todo—familia, cultura, prestigio—y termina pegándose un tiro después de matar a sus hijos. Y Emma, la pobre Emma, llorando en el baño de algún apartamento ajeno, rogándole a Marcello que la ame aunque sea por lástima.

Roma parece un cadáver iluminado con luces de neón. Fellini la filma como un circo en llamas: fiestas en mansiones aristócraticas, decadentes, periodistas hambrientos de chisme, niños que ven a una mujer "poseída" por la Virgen y la convierten en atracción turística. Hasta la música de Nino Rota, tan alegre en la superficie, esconde un lamento. Es la banda sonora de un velorio donde los invitados no saben que los muertos son ellos.

Fellini no juzga. No hace falta. Muestra: Marcello bebiendo hasta olvidar, acostándose con quien sea, persiguiendo fama, arte, amor, y encontrando la nada infinita. La escena final, después de la orgía en la playa, cuando la joven de la cafetería le sonríe desde el otro lado del arroyo y él no puede oírla, no puede cruzar, no puede entender ni siquiera su propio nombre... es de las más desgarradoras del cine. No hay redención. No hay moraleja. Solo el mar, indiferente, y los restos de una medusa muerta en la arena. ¡Más que brutal!

Obviamente Fellini es el alma de esta película, pero es imposible no mencionar en esta reseña a Marcello Mastroianni, con su carisma natural y su capacidad para transmitir la melancolía y la confusión. Es tanta su grandeza que creó un personaje icónico al punto de convertirlo en sinónimo del cine de autor. Anita Ekberg, como la deslumbrante Sylvia, aportó una presencia magnética y un glamour que qué sigue deslumbrando a pesar del tiempo. Nino Rota en la banda sonora es, sin exagerar, uno de los grandes logros musicales del cine.

A mí no me gusta comparar las obras de arte porque toda comparación suele ser injusta. Pero creo que esta obra, como ninguna, exhibe la madurez intelectual, de Fellini, al lograr como nadie, hasta su tiempo, fusionar la realidad con la fantasía y lo satírico, con lo profundamente humano.

Es tanta la majestuosidad que otros directores, obviamente influenciados por él se han dado a la tarea de explorar la fragmentación narrativa y la ambigüedad moral. Solo que pocos han logrado captar la esencia de una época y la complejidad del alma humana cómo lo hizo el italiano.

La censura la llamó pornográfica. Los críticos, revolucionaria. Vamos por la vida borrachos de sueños que nunca se cumplen, persiguiendo fantasmas en fiestas ajenas, creyendo que la próxima copa, el próximo beso, la próxima película, nos llenará ese hueco en el pecho. Y al final, como Marcello, nos quedamos en una playa, sin entender por qué la dulce vida sabe a cenizas.

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